Prólogo a Bésame con el beso de tu boca: el beso erótico en los Siglos de Oro



“¡Que me bese con los besos de su boca!”, pidió hace más de dos mil años la Sulamita en el Cantar de los Cantares, mientras el poeta romano Catulo, en el siglo I a. C., rogó a su amante, Lesbia: “¡Dame mil besos, después cien, / luego otros mil, luego otros cien, / después hasta dos mil, después otra vez cien!”. Los dos pilares de la cultura occidental, el judeocristiano y el grecorromano, comparten el deseo del beso. Y es que, claro, ¿quién no quiere besar y ser besado? Tan familiarizados estamos con el beso erótico –el beso en la boca, el beso de los amantes– que nos parece inconcebible pensar en un tiempo o un sitio en el que este no existiera.

Y, sin embargo, el beso erótico tiene su historia. No ha existido siempre ni en todo lugar. En la actualidad, debido en buena medida a la globalización de la cultura occidental, el beso erótico es practicado en la mayor parte del mundo. Sin embargo, antes de su contacto con Occidente, pueblos como los lepcha (India), los sirionó (Bolivia) o los somalí (Somalia) parecían ignorarlo. Viajeros del siglo XIX –William Winwood Reade, Bayard Taylor, Paul d’Enjoy– ofrecen testimonios de pueblos en África, Finlandia y China que se escandalizan frente al beso erótico. No se trata necesariamente de un gesto universal. Aunque originado seguramente en un instinto natural, resultado de un largo proceso de evolución biológica, el beso está revestido de códigos culturales, sujeto al cambio y a la historia.

Hasta la fecha, la ciencia no tiene una teoría única, unánimemente aceptada, sobre el origen biológico del beso, pero ha planteado diversas posibilidades, resumidas por Sheril Kirshenbaum. Las más divulgadas tienen que ver con los procesos de crianza y alimentación. El beso, por ejemplo, se habría originado como un sustituto o prolongación de la satisfacción que el bebé obtiene con la boca durante la lactancia. Octavio Paz, en Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe, hizo de paso una observación luminosa sobre este proceso:

 

En el mundo prenatal deseo y satisfacción son uno y lo mismo; el nacimiento significa su disyunción y en esto consiste el castigo de haber nacido. En ese castigo comienza también la conciencia del ser: sentimos nuestro yo como sensación de cercenamiento de lo otro. Pero hay una substancia prodigiosa que hace cesar la discordia entre deseo y satisfacción: la leche maternal. En ella el placer y la necesidad se conjugan. La lactancia atenúa la distinción entre sujeto y objeto. La unidad se restablece y por un instante el uno es el otro. En una imagen doblemente admirable, por su exactitud visual y por su penetración espiritual, Hölderlin dice que el niño pende del pecho de su madre como el fruto del ramo. Así es: el niño vuelve a ser de nuevo parte del cuerpo del que fue arrancado. La substancia que cicatriza la herida es la leche, la savia maternal

 

Acaso el beso erótico, en sus orígenes, sea eso: deseo de restablecer la unidad perdida, tentativa de fusión, ansia de completarse. Todos los amantes, cuando se besan, buscan ser uno.

Estrechamente asociada a la anterior, otra posibilidad tiene que ver con el hábito de la premasticación, o sea, el hecho, observable también en algunos animales, de masticar un alimento para ablandarlo y pasarlo luego a las crías. Esta costumbre, que aún se practica en nuestros días en algunas sociedades, no era extraña en la España de los Siglos de Oro, como prueba un pasaje de san Juan Bautista de la Concepción al comentar los famosos versículos del Cantar: “miren, mis hermanos, ¿no han visto una doncella tomar a un niño hermanito suyo, que tiene a los pechos de su madre dándole leche? Como la hermana le ama y es doncella y no le puede dar leche, quítale el niño a su madre y tómale en sus brazos y masca un poquito de pan o una conserva y junta boca con boca del chiquito y dale a comer lo que ella tiene en la suya”.

Otra hipótesis acerca del origen del beso erótico es lo que el zoólogo inglés Desmond Morris denominó el “eco genital” de los labios de la boca femenina, que por su forma y su color remitirían a los de la vulva, y servirían para indicar y despertar el deseo sexual, como los fabricantes de cosméticos saben bien. En este supuesto, el color rojo, asociado en principio a la fruta madura codiciada por nuestros ancestros para satisfacer el hambre y luego vinculado al sexo, habría tenido un papel fundamental. En un famoso pasaje de su obra, que contiene una de las definiciones más prosaicas que se hayan escrito del beso, Sigmund Freud manifestó cierto asombro sobre su función en la sexualidad humana: “a uno de estos contactos, el de las mucosas labiales, se le ha otorgado en muchos pueblos (entre los que se cuentan los de más alta civilización), un elevado valor sexual, por más que las partes intervinientes no pertenezcan al aparato sexual, sino que constituyen la entrada del tubo digestivo”.

Está claro, entonces, que en el principio del beso se cruzan las esferas de la alimentación, la sexualidad y el afecto. Hay otro factor –clave en las páginas siguientes y quizá el más importante en la historia de la interpretación del beso–, que tiene que ver con la respiración, el olfato y el aliento. Según este, el beso se habría originado en la costumbre primitiva de oler al otro para reconocerlo (como miembro de la familia o de la tribu), lo que eventualmente habría derivado en el contacto de los labios con distintas partes del rostro. En el caso del beso erótico, este implica el contacto de lenguas y un intercambio de saliva –y desde un punto de vista microbiológico, de unos ochenta millones de bacterias–, pero también de alientos, del aire que entra y sale de nuestros cuerpos, y no deja de involucrar al olfato. Como se verá más adelante, ninguna otra cosa como esta noción de aliento –los griegos lo llamaron pneuma– estimuló tanto el pensamiento y la imaginación en torno al beso, desde los tiempos antiguos hasta hace relativamente poco.

El beso es un gesto que pone en juego todos los sentidos: la vista (vemos un rostro, una boca, unos labios, unos dientes), el tacto (nuestros labios tocan otros labios; nuestra lengua, otra lengua), el gusto (lo besos saben, qué duda cabe), el olfato (olemos el rostro y el aliento de otro) y el oído (pues los besos suenan, aunque cada lengua los oiga diferente: mua en español, smack en francés, Schmatz en alemán, chu en japonés, boh en chino). A nivel orgánico y químico, el beso es todo un acontecimiento en nuestro cuerpo: el pulso y la respiración se aceleran, los vasos sanguíneos y las pupilas se dilatan, la sangre se agolpa en nuestro rostro. La dopamina, neurotransmisor que suministra la sensación de placer, se dispara y se acompaña de oxitocina, asociada al afecto y al apego; serotonina, reguladora del gozo, y, por supuesto, adrenalina, la hormona de las emociones fuertes.

El beso es un hecho biológico y químico, pero, no menos importante, histórico y cultural. El gesto físico del beso erótico no ha cambiado mucho a lo largo del tiempo –los besos de Salomón y la Sulamita o de Catulo y Lesbia siguen siendo básicamente los nuestros–, pero las ideas en torno al beso, lo que pensamos e imaginamos alrededor de ese contacto íntimo, ha cambiado significativamente al paso de los siglos y de acuerdo al lugar. El beso de dos amantes cortesanos en la Italia del siglo XVI, por ejemplo, imbuidos con la idea del intercambio de las almas, no es el mismo que el de una pareja del siglo XXI, aunque exteriormente lo parezca.

Este libro trata fundamentalmente sobre el beso erótico en la literatura española de los Siglos de Oro. Sobra decir que en esta época, como en tantas otras, hay muchas clases de besos: amistosos, familiares, ceremoniales, etc., entre varias posibles calificaciones. Pero el beso que me interesa es el beso erótico, el beso en la boca que está relacionado con el impulso sexual. No por eso dejaré de hacer, aquí y allá, referencias a otro tipo de besos. Aunque centrado en la lengua y la literatura hispánicas de los siglos XVI y XVII, algunas de las cosas que se digan serán probablemente válidas para otras lenguas y literaturas de la misma época.

Me ha parecido pertinente, antes de entrar en los Siglos de Oro, hacer una historia del beso erótico en las letras de la Antigüedad al Renacimiento para mostrar los antecedentes y la evolución de las ideas que heredaron los autores españoles, y confío que este capítulo no será el menos útil ni el más ingrato de los que integran el libro. Ya en la literatura áurea, comienzo con el estudio de los problemas que enfrentaron algunos comentaristas religiosos (fray Luis de León, santa Teresa de Jesús, san Juan Bautista de la Concepción y Mariana de San José) para interpretar el versículo del Cantar, sin el cual no puede entenderse la idea del beso erótico en Occidente; continúo examinando los dilemas de Damón y Filis, la pareja de amantes de Francisco de Aldana, que entre besos y caricias se hacen serias preguntas sobre la naturaleza del amor; prosigo, ya en el siglo XVII, con la galería de besos presente en la obra de Cervantes, no todos eróticos, que descubre originales aspectos de la mentalidad cervantina, y concluyo con el repaso de algunos besos en la poesía amorosa de Quevedo, cuyo proverbial desengaño solo pudo imaginarlos o soñarlos. Sobra decirlo, son innumerables los besos eróticos en la literatura áurea y este libro no intenta agotarlos ni hacer su historia general; pretende únicamente estudiar cuatro casos concretos, sin duda significativos, y a partir de ellos examinar algunas de las ideas más comunes en torno al beso erótico en los Siglos de Oro.

En el Diario de un seductor, el Don Juan de Kierkegaard, al plantear una hipotética Contribución a la teoría del beso, se pregunta por qué este ha recibido tan poca atención por parte de los filósofos. La respuesta puede no ser muy halagadora para el gremio. ¿Será que descuidan el tema o que de eso no entienden nada? Y algo parecido podría decirse de críticos literarios, filólogos o historiadores. Pero es que, podría objetarse, ¿es el beso un tema relevante, digno de estudio?, ¿no es una materia un poco frívola?

Las ideas que una época o una sociedad tienen del beso revelan su concepción global del amor y, por ende, de la condición humana. Por eso, no sería exagerado afirmar que en el beso está el hombre entero. Es por esta razón que rastrear y examinar dichas ideas en un periodo y sitio determinados a través de su literatura –pues es en esta, como observó A. N. Whitehead, que se manifiesta el aspecto concreto de la humanidad y a la que debemos voltear para descubrir los pensamientos interiores de una generación– no es un mero pasatiempo intelectual, sino una investigación que puede revelarnos aspectos esenciales de lo que hemos pensado de nosotros mismos. Pensar el beso detona toda una serie de temas que tiene que ver con lo más plenamente humano: el amor, por descontado, pero también la muerte, el alma y el cuerpo, Dios y el hombre, el yo y el otro, lo masculino y lo femenino, el tiempo y la eternidad, la soledad y la comunión. En definitiva, y como espero mostrar en las páginas que siguen, un beso es cualquier cosa menos solo un beso.

 

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